PRESENTACIÓN
El trabajo que exponemos sobre los elementos y problemáticas más relevantes de la cuestión agraria tiene como intención contribuir a la formación de las organizaciones campesinas y de la población campesina desarraigada que permita hacer una lectura general de la situación rural en Colombia y algunos asuntos particulares de dicha situación en el departamento de Antioquia.
Los elementos que aquí exponemos es un buen punto de partida que incita a la Asociación Campesina de Antioquia a continuar investigando de manera rigurosa y sistemática sobre la evolución de esta compleja problemática y los elementos que la afectan, con los cambios coyunturales en el ámbito regional, nacional e internacional. No es de ninguna manera un informe basado en las cifras ni en las proyecciones estadísticas sobre desplazamiento forzado y la problemática agraria, aunque de alguna manera se hacen necesarias para el análisis cualitativo de algún aspecto en particular y para mostrar tendencias y comportamientos como la concentración de la tierra, el uso de la misma, el numero de campesinos desarraigados por subregiones, la inversión del estado para este tipo de población, entre otras variables para analizar. Es en esa medida, entonces que acudimos a lasa cifras.
Para la Asociación Campesina de Antioquia es de vital importancia la publicación de este tipo de material que convoque a la reflexión en varios espacios organizativos de la población rural. Pero además debe contribuir, junto a otras lecturas, a la cualificación de los líderes y dirigentes de las organizaciones campesinas para que de manera organizada y crítica emprendan acciones tendientes a la reivindicación de sus derechos de forma integral.
Como Asociación Campesina de Antioquia, venimos participando en espacios gubernamentales donde se discute la política pública de tierra y la atención de la población desplazada. También hacemos parte del Coordinador Nacional Agrario CNA y de la Coordinación Nacional de Desplazados CND, espacios en los cuales se construyen procesos de formación y organización, donde seguramente este tipo de reflexiones van a contribuir al fortalecimiento de tan importantes procesos.
Agradecemos a todas las organizaciones sociales y de DDHH con las cuales venimos desarrollando conjuntamente nuestro trabajo de acompañamiento, orientación y apoyo a los procesos organizativos de base de las comunidades campesinas y en condición de desplazamiento forzado, porque gracias a esto es posible continuar apostándole colectivamente a la lucha por la dignidad y la vida.
Igualmente agradecemos al Fondo Noruego para los DDHH, porque con su apoyo y cooperación, es posible la publicación de este material.
LAS LUCHAS POR LA TIERRA EN COLOMBIA Y LA POLÍTICA DE DESARROLLO AGRARIO
INTRODUCCIÓN
Tal vez para nuestros indígenas y campesinos la historia de Colombia pueda resumirse en una serie interminable de despojo, arrinconamiento y destierro. Esta serie arrancó en el momento mismo del descubrimiento y la conquista, y aunque fueron las masas de campesinos e indígenas las que fortalecieron y vivificaron los ejércitos libertadores, con la independencia la nueva república, al servicio de las clases criollas privilegiadas, se consolidó también en un instrumento más eficaz de despojo y destierro. Lo que puede verse siguiendo las políticas nacionales con respecto al Campo, y al sector agrícola en general, durante el último siglo, es que el despojo y el destierro en el campo se llevan a cabo como una estrategia de desarrollo económico diseñada y sostenida desde el mismo Estado, y aplicada con una gran diversidad de métodos.
Y estos métodos han logrado sostener y consolidar en el país una estructura de propiedad de la tierra prácticamente feudal todavía, mientras el resto de la economía pugna por un desarrollo capitalista. La concentración de la propiedad de la tierra es sencillamente dramática. Según datos que entregaban para 2003 el Instituto Geográfico Agustín Codazi (IGAC) y CORPOICA el 61% de la tierra en Colombia está en poder del 0.4% de los propietarios, mientras que 97% de estos deben conformarse con apenas el 24% de la tierra. Pero la situación se torna más dramática todavía si observamos el uso que le dan a la tierra quienes la han concentrado en sus manos. En Colombia hay 114 millones de hectáreas de tierra, de éstas 51.3 millones de hectáreas son consideradas como superficie agropecuaria, aunque en realidad solo 10 millones de hectáreas pueden considerarse adecuadas para la agricultura. Sin embargo, durante las últimas décadas la cantidad de tierra usada para la agricultura ha oscilado alrededor de unos cuatro o cinco millones de hectáreas, mientras que 30 millones de hectáreas, de esas mismas tierras que se consideran aptas para la agricultura, se usan para la ganadería extensiva. Este, desde luego, es un uso inadecuado del suelo fértil y está generalmente asociado con el latifundio tradicional, el narcotráfico, los agroindustriales y el paramilitarismo.
Esta estructura de la propiedad de la tierra, desde luego, ha sido y sigue siendo un obstáculo cada vez más grande al desarrollo del país, incluso al propio desarrollo capitalista que pretenden las clases burguesas. Y es que la utilización que los terratenientes hacen de la tierra la torna ineficaz y supremamente costosa, únicamente productora de renta para ellos. Por eso, algunos sectores de la misma clase política colombiana han pretendido, aunque de forma tímida, una reforma agraria que redistribuya de forma más eficiente la tierra, tal vez siguiendo el ejemplo de países como Japón y Corea del Sur que de alguna manera llegaron a convertirse en referentes para nosotros después de que sus economías empezaron a despuntar apuntaladas en una efectiva reforma agraria.
Lo más preocupante es que este uso inadecuado que los terratenientes, narcotraficantes y paramilitares le dan a las tierras agrícolas que han concentrado en sus manos pone en serio peligro la seguridad alimentaria de todos los colombianos, pues en la medida en que se estrecha cada vez más las posibilidades de cultivar las tierras aptas para ello, empezamos a depender de la producción extranjera de alimentos, situación que a todas luces es riesgosa.
Pero la tenencia de la tierra en Colombia no solo es un obstáculo para el desarrollo capitalista del país; es sobre todo una amenaza para la supervivencia de los pueblos indígenas, afrocolombianos y, en general de las comunidades campesinas, para quienes la tierra es mucho más que un medio de producción, en ella están concentradas todas sus posibilidades de vida y su entorno espiritual. No obstante, a juzgar por las políticas que se han impuesto durante el último medio siglo en Colombia con respecto a la tenencia de tierra, parece que la supervivencia económica y cultural de estas comunidades no es una preocupación bastante importante del Estado.
MODELOS DE DESARROLLO AGRARIO EN COLOMBIA
El desalojo sistemático al que se ha sometido a los campesinos colombianos está recubierto de una capa ideológica que la expone como la mejor opción para el desarrollo rural y el desarrollo nacional. Según esta ideología, los pequeños propietarios, con sus técnicas atrasadas y su economía independiente son el principal obstáculo para el desarrollo. El mejor exponente de esta idea es el norteamericano Lauchin Currie, que llegó a Colombia en 1950 dirigiendo la primera misión económica del banco Mundial. Paradójicamente, la conclusión a la que llegó esta misión fue que la concentración de la propiedad territorial era uno de los más grandes obstáculos para el desarrollo del país; sin embargo, el profesor Currie se quedó en Colombia para orientar definitivamente el desarrollo de la economía colombiana fundado en la concentración de la tierra para la economía industrial. Currie se escandalizaba ante todo de “la competencia insalvable que representa a las máquinas el hombre con una azada”. Y él mismo exponía como solución a este obstáculo la eliminación gradual de la economía tradicional.
No era Currie, sin embargo, un expositor original de tales ideas, apenas el representante de una escuela que cada vez ganaba más fuerza, impulsada desde las misiones económicas norteamericanas. Por ejemplo, un tal señor Whethem consideraba que lo más adecuado para un gobierno que persigue de verdad la eficiencia económica es estimular el éxodo de los campesinos hacia las ciudades a la par que se concentraban los predios para la gran producción agroindustrial, eso mediante cualquier medio siempre que no causara una conmoción insostenible. Consecuente con estas ideas, Currie propone para Colombia ya en 1966 reducir gradualmente el número de personas dedicadas a la agricultura a una tasa del 4% anual. Pero iba más allá y proponía que la guerra podía ser un programa de movilidad acelerada que garantizara la emigración del campesinado a la tasa requerida. A parte de eso, Currie se oponía radicalmente a que el problema agrario fuera resuelto mediante la estrategia de hacer más eficientes y productivos a muchos pequeños agricultores.
Las ideas de Currie siguen vigentes y cada vez con más fuerza en la clase dirigente colombiana. No es casual que el presidente Uribe haya acudido al Escocés Royer Sandilands como consultor temporal, dado que este destacado economista es más reconocido por ser biógrafo y seguidor de Currie. Así, consecuente todavía con estos planteamientos, el presidente Uribe durante su campaña electoral declaraba ante el Congreso de la Sociedad de Agricultores de Colombia SAC el 8 de noviembre de 2001 su desconfianza patente en las posibilidades económicas del campesinado autónomo y se comprometía con la necesidad de subordinar a los campesinos a los grandes productores. “Si vamos a instalar en Barrancabermeja una empresa campesina asociativa- decía allí-, exijámosles a esos adjudicatarios que tengan que integrarse con un empresario eficiente de San Alberto, para que así, campesinos asociados y empresarios con tradición de eficiencia, respondan por el buen suceso de esos proyectos”.
Y sin embargo, no ha sido la estrategia de la concentración de la tierra en manos de los grandes productores sino la pequeña producción campesina la que mejor ha resistido a la actual crisis del sector agrario en Colombia, desatada por la apertura económica iniciada a principios de los noventa. En ésta década se perdieron aproximadamente 800.000 hectáreas de producción y perdimos más de 300.000 empleos. El país se abocó a una avalancha importadora para suplir la producción nacional, sobre todo la producción agrícola que era la más golpeada; nuestras importaciones al final de la década se habían multiplicado por ocho; según La Contraloría General de la República , sostuvimos importaciones promedio de cinco millones de toneladas anuales de alimentos y materias primas cada año. Esta crisis agrícola provocó una reducción del 77% del área sembrada en las grandes haciendas, pero en las fincas campesinas la reducción apenas superó el 30%.
El mismo, el DANE muestra que en 1996 las pequeñas explotaciones de menos de 20 hectáreas , aunque representaban apenas el 13% de la tierra en el país, eran ya el 46% del área sembrada. Entre tanto, las grandes explotaciones, que ocupaban el 43.1% de la tierra en el país, aportaban apenas el 1.7% del área sembrada. Pero los datos que aporta el investigador Jaime Forero son todavía más contundentes. Según este investigador, entre 1990 y 1992 los campesinos tuvieron en sus parcelas el 52.8% del área cosechada y aportaron el 54.9% de la producción agrícola; pero entre 1999 y 2001 los campesinos representaban el 67.1% del área cosechada y aportaron al valor de la producción con un 58.1%.
Según el investigador Héctor Mondragón, uno de los analistas de la problemática agraria más reconocidos en el país, “las leyes económicas” no han logrado derrotar a los campesinos simplemente porque la gran propiedad en Colombia tampoco ha podido modernizar la agricultura. Y es que esta es apenas una gran propiedad latifundista con un carácter esencialmente especulativo, dedicada a usufructuarse únicamente de la valorización de la tierra. “El latifundio especulativo- asegura Mondragón- no puede derrotar a la economía campesina sino mediante la violencia y este modelo basado en la gran propiedad, lejos de modernizar al campo condujo a la quiebra de la propia economía empresarial que promete fortalecer. El modelo desemboca entonces en la dependencia alimentaria y en la importación creciente de productos agropecuarios, en la medida en que el campesino como factor dinámico de la economía agraria se ve coartado y el latifundio paraliza el desarrollo empresarial”.
LOS PRIMEROS AVANCES LEGALES A FAVOR DE LOS CAMPESINOS
Pero aún en el seno de la misma clase política existían pugnas por definir un modelo de desarrollo agrícola acorde con la búsqueda del desarrollo capitalista. En la primera mitad del siglo xx la expresión más grande al modelo latifundista la encarna un sector del Liberalismo radical. Uno de los mayores abanderados de las luchas campesinas fue sin duda Jorge Eliécer Gaitán. Pero en materia de leyes podemos decir sin dudas que la mayor conquista que tuvo el campesinado en esa época fue la ley 200 de 1936, expedida por el gobierno de Alfonso López Pumarejo.
Esta ley buscaba frenar el constante despojo de sus tierras que sufrían los campesinos a manos de personas particulares con influencias políticas que se las ingeniaban para hacerse con los títulos de propiedad. La ley estatuía entonces que para acreditar la propiedad de la tierra era necesario tener un título expedidos directamente por el Estado o un título inscrito en las oficinas de Registro con anterioridad a esa ley en el cual se pueda demostrar una cadena ininterrumpida de dominio sobre la propiedad por un tiempo no menor al que establecían las leyes de prescripción extraordinaria, que en ese entonces era de 20 años. Por lo tanto, dichos títulos tenían que mostrar que los propietarios habían ejercido un dominio sobre el predio desde antes de 1917, los títulos por tradición posteriores a este año no tenían validez alguna. Pero la entrada en vigencia de la ley se aplazó desde su propia expedición por 10 años.
Pero estos títulos no eran suficientes para conservar la propiedad, antes que nada esta tenía que cumplir su función social, es decir, estar dispuestas para las actividades productivas. Es decir, sobre los predios que se dejaran sin explotar por más de 10 años se operaba la expropiación administrativa. De esta manera, la tierra pasaba a ser más de quien la trabajara que de quien exhibiera un título de propiedad. Esto fue un golpe duro contra el régimen de aparcerías, colonato, terraje, arriendo y otros similares.
Pero la ley 200 prácticamente pasó sin aplicación. El gobierno de Enrique Santos, que sucedió al de López Pumarejo, se dio a la tarea de limitar los alcances de la ley aplazando por diez años más su aplicación, es decir, hasta 1956, mientras avalaba la aparecería como forma legal de contratación en el campo. Después se instauró la Violencia , entre 1946 y 1958, período en el que toda la legislación quedó sin piso, se asesinaron más de 200 mil campesinos y cerca de dos millones fueron desplazados hacia las ciudades para alimentar la industria naciente que estaba urgida de mano de obra.
La violencia fue aprovechada por los grandes terratenientes del país para apropiarse de las tierras de los campesinos que eran asesinados o desterrados, de hecho eran los mismos terratenientes los que armaban a los ejércitos de uno y otro bando para arrasar los campos. Finalmente, este despojo gigantesco que sufrieron los campesinos durante este periodo fue institucionalizado en 1957 por el decreto legislativo 290 de la Junta Militar , en el que se autorizaba el desalojo masivo de arrendatarios, aparceros, colonos y demás ocupantes de tierras sin título. Con la aplicación de este decreto se enterró definitivamente la ley 200 de 1936.
De años más recientes son las leyes que derriban los otros dos pilares de la ley 200. La ley 160 de 1994 aplicó 1994 como el nuevo año a partir del cual se contaban los 20 años de la prescripción extraordinaria. De esta manera se le dio validez a los títulos inscritos entre 1917 y 1994 sin antecedentes previos de una tradición ininterrumpida. También se abrió la puerta para legalizar todos los predios que en la época de violencia habían sido despojados a los campesinos por los terratenientes. Para completar la maniobra, el gobierno de Uribe Vélez mediante la ley 791 de 2002 ha reducido el lapso para la prescripción extraordinaria a 10 años, de esta manera los títulos chimbos, expedidos entre 1974 y 1984 también tienen validez, con ello se configuran las condiciones para legalizar los predios que los paramilitares han arrebatado a los campesinos en sus nuevas cruzadas.
Tal vez en momentos de auge de las luchas campesinas, como en 1936 y 1970 esta ley hubiera sido benéfica para los campesinos que colectivamente se tomaban las tierras y empezaban a trabajarlas con la consigna de que la tierra es para quien la trabaja. Pero en estos momentos su efecto es facilitar la legalización del despojo violento que sufren los campesinos a manos de los paramilitares. La reducción del periodo para la prescripción extraordinaria afecta sobre todo a los campesinos desplazados por la violencia, que no están en posibilidades de interponer una querella en las alcaldías respectivas para exigir el respeto a su propiedad o posesión ni pueden demostrar que fueron despojados violentamente de ella. Y aunque la ley asegura que el tiempo de prescripción no se contará en contra de quien no tiene posibilidades de hacer valer sus derechos, no establece ningún mecanismo para evitar que en la práctica la prescripción opere en contra de estas personas.
ELTORTUOSO CAMINO DE LA REFORMA AGRARIA
La ley 200 de 1936 expedida por el gobierno liberal de López Pumarejo es el primer gran paso que se da hacia una reforma agraria que efectivamente realizara un redistribución de la tierra en Colombia más allá de las simples parcelaciones que hasta entonces se realizaban, y buscaba equilibrar el desarrollo agrícola del campo con el bienestar de la inmensa capa de campesinos desposeídos o pequeños propietarios. Pero la ley no es producto de la generosidad y sapiencia del gobierno de López sino en buena medida de las presiones del movimiento campesino que se venía consolidando en el país desde principios del siglo XX. Ya en 1905 se habían realizado en El caribe grandes movilizaciones contra el sistema feudal de la matrícula que sometía a los descendientes de los antiguos esclavos. Y la lucha indígena surgió en el Cauca en 1910 liderada por Quintín Lame y en 1914 esta lucha se tornó en levantamiento local y fue tratada por el gobierno de entonces como insurrección. Aunque Quintín Lame tuvo que huir hacia el Tolima, su lucha se extendió por este departamento y llegó hasta el Huila, esto fue lo que jalonó la formación en 1920 del Supremo Consejo de Indias. Entre tanto, para frenar el movimiento, desde entonces ya, se puso de moda en los gobiernos de turno las repetidas masacres, con la de Inza (Cauca) en 1916, del Caguán (Huila) en 1922 y Llanogrande en Ortega (Tolima) en 1931. Entre tanto, al interior del país, concretamente en Sumapaz, los campesinos luchaban por las tierras que ocupaban y los latifundistas tenían tituladas a su nombre sin haber ocupado nunca. Fue en 1916 que se declaró el “año de la sublevación contra los terratenientes”, pero al mismo tiempo estos crearon un grupo de paramilitares llamado “los fieles” para refrenar la sublevación.
Sin embargo, estas luchas campesinas empezaron a materializarse en medidas legales como producto de su presión sobre los gobiernos. En 1926 fue declarada la ley 74, que reconocía por primera vez la función social que debía cumplir la propiedad privada, y, aunque fuera solo teóricamente, aceptó la posibilidad de que el estado expropiara las tierras no explotadas.
Para 1928 ya existían en el país sólidas organizaciones campesinas: se formó el Partido Agrario Nacional y la UNIR , fundada por Jorge Eliécer Gaitán. También se fortalecieron las “Ligas Campesinas” y se formó el Partido Socialista revolucionario, preámbulo del Partido comunista. Luego, varias ligas empezaron a registrarse como sindicatos agrarios, entre los cuales se destacó el sindicato de las bananeras de Santamarta que fue masacrado en la huelga de 1928.
El auge de las luchas de masas, sobre todo campesinas, entre 1934 y 1936 permitió algunas conquistas reales al movimiento popular, como aquella que se reflejaba en la ley 200 de 1936. Pero, según lo expresa Mondragón y otros especialistas, entonces el campesinado no había constituido una organización nacional que pudiera representar centralizadamente sus intereses, por eso fue el partido liberal el que capitalizó este auge de la lucha en aras de sus intereses y el de los empresarios. Ya los empresarios agrícola, en cambio, habían conformado desde 1878 la SAC , que venía ejerciendo cada vez mayor influencia a nivel de la política agropecuaria; entre tanto, los terratenientes fundaron, en 1934, la APEN para oponerse abiertamente al movimiento de masas.
La ley 200, sin embargo, que estaba precedida por la ley 78 de 1926, reafirmaba la exigencia de la función social de la propiedad privada y concretaba la figura de la extinción de dominio o pérdida de la propiedad por el incumplimiento de ésta, es decir, cuando el propietario dejaba sin explotación económica la tierra por un lapso determinado de tiempo.
Esta violencia fue la materialización del proyecto de la APEN en todos los órdenes y tuvo efectos muy concretos en la desarticulación del movimiento campesino, con 2 millones de ellos desplazados y despojados de sus tierras y 200 mil asesinados. Todas las conquistas campesinas fueron destruidas. Solamente con las armas en la mano lograron conservar sus tierras los campesinos organizados de Viotá (Cundinamarca), Sumapaz, el Sur del Tolima, el Magdalena Medio, el Norte del Valle y los indígenas de Yaguará (Tolima). Mucha de esta resistencia fue semilla para las guerrillas liberales que se propagaron entonces. Pero en 1953 el gobierno de Rojas Pinillas expidió el decreto legislativo 290 que autorizaba el desalojo masivo de arrendatarios, colonos, apareceros y campesinos ocupantes de tierras para prevenir la aplicación de la ley 200 que debía empezar a regir a partir de 1956. Así, pues, la ley 200 de 1936 no llegó a conocer la luz en la práctica.
Solo hasta 1958, cuando se firmaron los tratados de paz con todos los guerrilleros, se abrió el paso al establecimiento de nuevas medidas de reforma agraria que además propiciaran la reorganización del campesinado. Pero este clima se vio restringido por la implantación del Frente Nacional que dejaba por fuera de sus posibilidades políticas y de poder a sectores sociales importantes. Sin embargo, en lo tocante a las condiciones para una reforma agraria, el ambiente se vería mejorado por el triunfo de la revolución cubana el 1 de enero de 1959 y la radical reforma agraria que el gobierno revolucionario desarrolló rápidamente y con éxito en la Isla , pues ello animaba en los campesinos colombianos el ideal por el que venían luchando desde principios de siglo.
Entonces Fanal emprendió un proceso de radicalización y pronto se fueron reorganizando y fundando otras organizaciones campesinas. La presión desde el campesinado por una ley de reforma agraria fue tan fuerte que Juan de la Cruz Varela , líder campesino fue elegido senador por el Movimiento Revolucionario Liberal que se oponía al frente nacional. Él mismo como senador presentó en 1960 un proyecto de reforma agraria, al lado del proyecto oficial, elegido finalmente y con grandes modificaciones por parte de los terratenientes. Este proyecto se materializó en la ley 135 de 1961 o ley de reforma agraria, y fue producto de grandes presiones tanto de tipo interno como internacional. A nivel interno estaba la lucha campesina y a nivel externo la revolución cubana, que además, sembró el temor en el gobierno norteamericano de que tal experimento pudiera extenderse por toda América Latina; entonces convocó a los gobernantes al un congreso en Punta del este, Uruguay. De este congreso salió la Alianza para el Progreso, que no era más que el acuerdo para frenar el avance de las ideas revolucionarias; entre las medidas para lograrlo estaba estimular reformas agrarias de corte reformistas que apaciguaran un poco al campesinado.
A través de esta ley de reforma agraria en Colombia se crea el Incora (Instituto Colombiano de Reforma Agraria) como organismo ejecutor de la política de reforma agraria. Lo que buscaba inicialmente era presionar a los grandes terratenientes a modernizar la producción agrícola en sus propiedades y permitir un uso más adecuado del suelo, bajo la presión de una eventual expropiación. Sin embargo, los procedimientos para tal extinción de dominio eran supremamente complejos y demorados. A pesar de ello se creó una figura de participación campesina institucional en las Unidades de Acción Rural. Este hecho era de suficiente avanzada en una época en que la participación ciudadana se veía como peligrosa.
La aplicación de la reforma agraria, sin embargo, fue truncada por el Gobierno de Guillermo León Valencia, que optó por atacar a los exguerrilleros campesinos en Marquetalia en 1964 y desató de nuevo el conflicto.
La aplicación de la reforma agraria tuvo que esperar entonces al turno de gobierno para Carlos Lleras Restrepo, que había sido uno de los impulsores de la ley y consideraba que para tener aunque fuera en su mínima forma un avance en tal reforma, era necesario impulsar una organización nacional de campesinos. Así fue como se creó la ANUC , la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos. Este fue el período, tal vez el único, en que empezó a hacerse realidad la reforma agraria y cobró relevancia la organización campesina en el proceso de redistribución de la tierra. La ley 1ª de 1968 enfatizó por fin en la extinción de dominio de los predios inadecuadamente explotados y en la entrega de estos predios a los campesinos que los trabajaran, además simplificó varios trámites dándole agilidad a su aplicación. Como complemento a la ley 135 de 1961 propuso la adquisición de estas tierras deficientemente utilizadas con un enfoque de indemnización y avalúo no comercial, en donde quedaban bien diferenciadas las operaciones de reforma agraria de aquellas de simple mercado de tierras. Esto tuvo el efecto de bajar el precio y la renta de la tierra, circunstancias no solo favorables sino indispensables para el desarrollo de la reforma agraria.
La reforma agraria implementada por Lleras Restrepo era de todas maneras marginal como lo proponía la Alianza para el Progreso, pero servía de complemento a la inversión del Estado en el sector rural y operaba también como medio de presión, al lado de la organización campesina que ayudaba a fortalecer, sobre los terratenientes para abrir paso al desarrollo capitalista en el campo. Este era el propósito fundamental de la reforma, animada por el mismo espíritu modernizador que animó la ley 200 de 1936 bajo el gobierno de López Pumarejo. Finalmente lo que se buscaba era desarrollar unas medidas de redistribución de la propiedad en el campo, de tal forma que al lado de las granjas campesinas se erigiera también el empresariado rural.
Pero aún este espíritu restringido de la reforma no avanzó más allá del período de gobierno de Lleras Restrepo. A partir del gobierno de Pastrana el sector agrario empezó a soportar una serie de medidas y prácticas para reversarla y convertirla en un instrumento de relatifundización. La política estatal con respecto al campo desde entonces estuvo orientada por el pacto que realizó el gobierno con los gremios de propietarios en Chicoral Tolima, a mediados de los 70, para abortar el prometedor aunque incipiente proceso de Reforma Agraria.
DE LA REFORMA AGRARIA AL MERCADO SUBSIDIADO DE TIERRAS
Ya en la ley 4ª de 1973, el gobierno de Pastrana establecía una serie de factores para calificar los predios que pudieran ser objeto de expropiación o adquisición para la reforma agraria. El método establecido entonces no solo hacía extremadamente dispendioso el proceso sino que al final llevaba a la conclusión de que todos los predios estaban adecuadamente explotados. Esta norma abortó la posibilidad de continuar en la práctica la reforma agraria. La ley 5ª de este mismo año reorientó el crédito a los campesinos al componente único de asistencia técnica y al mismo tiempo definió las líneas de crédito para los empresarios y grandes propietarios.
Por último, como estocada final a la Reforma Agraria , la ley 6ª de 1975 legalizó de nuevo la aparecería como sistema de contratación en el campo, asimilándola a una sociedad de hecho, en donde, sin embargo, el trabajador estaba sujeto al propietario de la tierra sin una relación laboral garantizada. Por fortuna, en la práctica, esta ley no logró revivir en el país la figura de la aparcería; pero sí mostraba muy claramente la dirección en la que pretendía avanzar el Estado en materia de política agrícola. A partir de este año y de manera sistemática se emprenden una serie de acciones estatales para atenuar los efectos de atraso económico en el campo sin tocar la estructura de la propiedad de la tierra.
El gobierno, en reemplazo de la reforma Agraria adoptó el programa de Desarrollo Rural Integrado DRI, que había sido utilizado con éxito en Corea del Sur pero como complemento a la Reforma Agraria , no como sustituto. El DRI prioriza pues su asistencia en el campo en los sectores y productores con mejores posibilidades de acumulación y de inserción en los mercados; hacia ellos dirigió los programas de crédito, transferencia de tecnología, asistencia técnica e investigación. En este período el Incora estuvo prácticamente paralizado, limitándose a redistribuir tierras ya adquiridas por los campesinos entre el 67 y el 72 y a responder a conflictos ocasionales, de forma que distraía y disolvía la lucha campesina. Para ello contribuía además una creciente militarización del campo y el asesinato frecuente de líderes campesinos e indígenas. Finalmente el gobierno de Turbay decretó el Estado de sitio y generalizó en todo el territorio el terror y la persecución.
Así se intentó enterrar definitivamente la Reforma Agraria en Colombia, con resultados evidentes y contundentes. Según explica Mondragón, las tomas de tierras entre 1968 1971, en pleno auge de la ANUC , habían llegado a 600, y en el período de 1978 y 1981 se redujeron a solo 6 tomas. Y es que además el gobierno de Turbay, mediante el decreto 100 de 1980, había aumentado las penas para el delito de invasión, evadiendo la relación de esta acción con la Reforma Agraria , y extendiendo su tipificación de los dirigentes a todos los participantes de la toma. Por esta razón y por todo el sistema de represión sobre el campo que desató el gobierno de Turbay no puede sonar extraño el comentario de Héctor Mondragón: “Pero si la lucha abierta y masiva del campesinado por la tierra estaba casi liquidada, la lucha guerrillera se multiplicó. Al contrario de lo que dicen ciertos generales, durante el gobierno de Turbay la guerrilla comenzó a crecer aceleradamente: los frentes de las FARC se duplicaron durante la vigencia del Estatuto de Seguridad; el M 19 que actuaba solo en las ciudades se desplegó en el sector rural y guerrillas que habían sufrido retrocesos como el EPL o derrotas como el ELN se recuperaron y ampliaron”.
Tal vez por eso, y por la presión de algunas marchas campesinas, sobre todo la de los colonos de El Pato, que reanimó la lucha abierta del campesinado, la ley 35 de 1982 vino a vitalizar el Incora, pero enfatizando en las zonas de violencia a través del Plan Nacional de Rehabilitación y con avalúos comerciales. Así efectivamente se reactivó la adquisición de tierras por parte del Incora, pero a precios elevados. De 4.400 hectáreas adquiridas en 1981, el Incora pasó a adquirir 25.111 en 1985 y 54.704 en 1987, una cifra que no había sido superada desde 1971, en pleno furor de la ANUC y plena vigencia de la Reforma. Pero los altos precios que estimulaban el avalúo comercial de los predios y la demanda de los campesinos rebasaron pronto la capacidad de compra del Incora. Además, el instituto se concentró en la labor de adquisición comercial de predios y se olvidó prácticamente de las posibilidades de expropiación de predios no explotados. Ya en 1986 esta función parecía por fuera de las atribuciones del Incora. Así, la Reforma Agraria se estaba confundiendo con una simple intermediación en la compre y venta de tierras.
A mediados de los ochenta se estaban consolidando algunas organizaciones políticas de corte alternativo como La Unión Patriótica , A Luchar, el Frente Popular, y algunas organizaciones campesinas como FENSA y ANTA. Impulsada en parte por estas organizaciones resurgió la lucha campesina y llegó a su auge con el fortalecimiento de la Unión Patriótica en buena parte del territorio campesino del país, fue el año de un resurgimiento de la lucha campesina y llegó a su auge en 1987. Tal vez sacudida por este auge, la ANUC se dividió en dos partes, una que se reagrupó en la organización oficial y la otra que constituyó la ANUC Unidad y Reconstrucción, como línea alternativa que intentaba trascender los límites de la institucionalidad para defender los intereses campesinos. Esta última protagonizó en 1987 grandes marchas campesinas en todo el país y alguna toma de tierras.
Pero las marchas campesinas y la toma de tierras que marcaban el auge de la lucha fueron aplastadas por la represión militar. Después de este aplastamiento el gobierno de Belisario Betancourt expidió la ley 30 de 1988, que tuvo como propósito esencial transformar la Reforma Agraria como mecanismo de redistribución de las tierras agrícolas incultas o inadecuadamente explotadas por un mecanismo de mera comercialización de la tierra. De hecho, en esta ley se sustituyó el concepto inicial de necesidad de tierra por parte de los campesinos, que animaba el espíritu de la Reforma Agraria , por el de la oferta de tierras por parte de los propietarios. De esta manera los procesos de expropiación, que eran el principal instrumento de la Reforma , se hacían casi imposibles, de hecho se prohibió la adquisición o expropiación de predios invadidos previamente por los campesinos u ocupados de hecho, mientras estos fueran objeto de demandas civiles o penales. Así, se les concedió a los terratenientes el instrumento legal para propiciar las masacres en el campo.
Por lo demás, la nueva ley, que reducía el papel del Incora al de una instancia de compra y venta de tierras, creó para estas un avalúo cada vez más alto a favor de los propietarios, lo cual efectivamente disparó la oferta de tierras y, en principio por lo menos las compras que realizaba el Instituto, que llegaron a 96.098 hectáreas en 1992, a precios excesivamente elevados.
Para modificar esta situación, el gobierno de Gaviria propuso definitivamente cambiar el espíritu de la Reforma Agraria por el de un “mercado subsidiario de tierras”. Pero esta propuesta tuvo la oposición casi unánime de la organización campesina e indígena, que ya había logrado una sólida unidad en torno al debate de la ley 30 de 1988 para defender un mismo proyecto de ley alterno y que, sin embargo, no pudo evitar que dicha ley le definiera como línea esencial de acción al Incora la compra y venta de la tierra. También ante la propuesta de Gaviria, la organización campesina se opuso con un proyecto de ley alterna, porque el proyecto del gobierno, en vez de contrarrestar la tendencia al alza de los precios de la tierra desatada por la ley 30 del 888 la consolidaba y de paso dejaba al Incora y a los campesinos a merced de los propietarios.
Este proyecto del gobierno se convirtió en la ley 160 de 1994, pero antes, en septiembre de 1993, los ponentes en el congreso tuvieron que someterla a negociación, bajo la presión de las movilizaciones campesinas y de las centrales obreras. Gracias a esta negociación, los ponentes se vieron obligados a incluir en el proyecto las reservas campesinas y se comprometieron con otras modificaciones al texto inicial, especialmente a aprobar de nuevo la expropiación por la vía administrativa. Pero al final nunca se realizó esta modificación; incluso, posteriormente en la comisión primera del senado un grupo de parlamentarios encabezado por el senador Vargas Lleras bloqueó un nuevo proyecto de ley que reglamentaba la expropiación por vía administrativa para reforma agraria.
EL DESPLZAMIENTO FORZADO Y LA CONTRAREFORMA DE HECHO
Lo que puede verse es que en términos reales durante el último siglo Colombia ha avanzado poco en materia de reforma agraria y que la estructura de la propiedad de la tierra sigue excluyendo a la mayoría de campesinos, que son los que realmente utilizan sus propiedades en la producción agrícola. Ello porque a cada ley que medianamente intente avanzar en esta dirección le suceden muchas otras leyes para revertirla. Pero la situación es más dramática todavía. Mientras en las leyes el Estado colombiano ha procurado más bien obstaculizar la reforma agraria y la redistribución de la tierra a favor de los campesinos, en la práctica, los grupos de narcotraficantes y los paramilitares han realizado una tremenda contrarreforma agraria, utilizando la intimidación y el desplazamiento forzado como estrategia.
Nada más un informe reciente de la propia contraloría General de la Nación titulado “La Gestión de la reforma Agraria y el Proceso de Incautación y Extinción de Bienes Rurales” muestra que en los últimos veinte años los narcotraficantes y otros grupos ilegales han adquirido, mediante la compra o la apropiación indebida aproximadamente un millón de hectáreas de las mejores tierras en el país, lo que equivale al 3% del territorio nacional y puede representar un 5% de las tierras potencialmente explotables en la producción agrícola. Pero inclusive esta estimación de la Contraloría parece bastante conservadora; otros estudios, como el realizado por Roberto Steiner y Alejandro Corchuelo en 1999, señalaban ya que la tierra adquirida por el narcotráfico podía llegar a los tres millones de hectáreas; incluso un estudio posterior, realizado por Ricardo Rocha en el año 2000, decía que los narcotraficantes poseían entonces cerca de 4.4 millones de hectáreas.
En todo caso, según datos del propio Incora en su último período de existencia, los narcotraficantes se han apropiado de casi el 50% de las mejores tierras del país, propiciando una concentración de la tierra todavía más aberrante que la que intentaba combatir el mismo Instituto. Mientras las mejores tierras se concentran de esta manera en manos del narcotráfico, cerca de un 70% de los propietarios, en su mayoría pequeños campesinos, tienen que defenderse con un 5% del área cultivable, según otro estudio auspiciado por el PNDU y la Dirección Nacional de Estupefacientes. Por lo demás, las tierras apropiadas por los narcotraficantes, en muchos casos las más fértiles y mejor localizadas, se convierten en grandes e improductivas haciendas, en lugar de ser utilizadas para labores agrícolas, lo cual contribuye a ahondar la crisis del campo y sobre todo pone cada vez más en riesgo la seguridad alimentaria del país.
En primera instancia, la tierra se ha convertido para los narcotraficantes en una fuente de lavado de dólares, lo que presiona significativamente los precios de la tierra al alza y hace cada vez más difícil el acceso de los campesinos pobres a ella, mucho más, cuando la reforma agraria se ha venido reduciendo poco a poco a un programa de mercado subsidiado de tierras, en donde se agota cada vez más la capacidad económica del Estado para adquirirlas.
Pero en esta estrategia no ha mediado siempre únicamente la compra de la tierra a buenos precios, porque los campesinos no siempre están dispuestos a vender, mucho menos en la medida en que la misma exclusión a la que han sido sometidos les ha enseñado que la tierra es mucho más que un medio de producción. Entonces en la concentración de la tierra en manos del narcotráfico ha jugado un papel fundamental la mano y el fusil de los paramilitares, que a través de la intimidación han obligado a los campesinos a vender sus tierras a precio de huevo, o simplemente los han asesinado y se han apropiado de facto de sus propiedades.
Con la entrada del ejército paramilitar en el escenario de la lucha de tierras en el campo, la comprensión política de la contrarreforma agraria que se ha venido realizando en Colombia en los últimos 20 años se complica. Y es que entonces es fácil ver que la actuación de los paramilitares no se ha limitado a garantizar la compra de tierras para los narcotraficantes y ni siquiera ha sido este su papel fundamental, lo que torna entonces bastante simplistas las apreciaciones de la Contraloría , que no pasan de reseñar un dato más entre la multitud que han terminado por configurar esta contrarreforma agraria.
Aunque los paramilitares aseguran haberse conformado para combatir la subversión armada, en la práctica su accionar y su propagación por el campo ha estado más vinculado a los intereses que las transnacionales han puesto en nuestros territorios y al desarrollo de los megaproyectos con los que piensan realizar estos intereses. Para las transnacionales la tierra, sobre todo la de nuestros campesinos, no es más que una mercancía que pueden y tienen que incorporar en sus inversiones. Para la comunidad esta misma tierra es su vida, su territorio, su historia, su proyecto de vida. Pero en esta confrontación de intereses se ha impuesto, como era de esperarse y de la mano de los paramilitares, la opción de las trasnacionales.
Por eso hoy Colombia es el país de las grandes inversiones transnacionales y está en el mundo de los megaproyectos continentales que pretenden unir para el comercio todo el continente, como el Plan Puebla- Panamá (PPP), para el cual se demanda el canal Atrato- Truandó (también se propone como variante el canal Atrato- San Miguel) o la iniciativa de Integración de la Infraestructura Regional de Suramérica IIRSA. Son iniciativas que pretenden unir a América Latina con Estados Unidos, interconectando desde las carreteras y vías fluviales hasta las redes eléctricas. Los resultados finales de este tipo de integración se materializará en las propuestas del TLC y el ALCA, en donde las mercancías norteamericanas se van a derramar a través de estos sistemas interconectados por todo sur América, y por estas mismas redes va a fluir el petróleo, el gas, la electricidad, los recursos genéticos y toda la biodiversidad tropical desde aquí para Estados Unidos.
Ya la inundación de mercancías gringas en nuestro país es un duro golpe para nuestra economía, en especial para la economía agraria que con el proceso de relatifundización y la apertura económica ha empezado a vivir de las importaciones. Pero no es ni siquiera este el más duro golpe. Para hacer viables los megaproyectos ha sido necesario limpiar los territorios de campesinos, destinar las tierras que los campesinos utilizaban en la producción agrícolas para proyectos de infraestructura vial, eléctrica y otros. Es aquí donde se torna esencial el paramilitarismo. Pero sobre todo porque en torno a los megaproyectos se han ubicado los grandes terratenientes para adquirir los predios susceptibles de valorización con las grandes inversiones transnacionales, por tanto se hace necesario desplazar a los campesinos de estos territorios. Así, pues, el mapa de desplazamiento masivo en Colombia coincide prácticamente con el mapa de los megaproyectos.
Este modelo de expropiación y concentración de la tierra en torno a las áreas de inversión de los megaproyectos, se inauguró en Colombia desde el Magdalena Medio en torno a la construcción de “La carretera de la paz”, en la década del ochenta. De hecho fue el Magdalena Medio la región en donde se consolidó primero el paramilitarismo y de allí empezó a expandirse por todo Antioquia y por todo el país; fue también el Magdalena Medio el primer foco de desplazamiento masivo.
El modelo se aplicó después en las otras áreas estratégicas de inversión transnacional y es el modelo imperante todavía en estas zonas como: Atrato-Truandó, río Meta, Putumayo, futura carretera Urabá -Venezuela, proyectos hidroeléctricos y zonas petroleras.
Por ejemplo, el canal interoceánico Atrato- Truandó (que es la variante por la que más se inclina el Estado colombiano) o Atrato- Cacarica-San Miguel (que es la variante propuesta por Estados Unidos) es la conexión entre el Plan Puebla Panamá y el IIRSA. Se ve, pues, que es un proyecto grande, de gran proyección económica; por eso, en torno a él se cierne la violencia que hoy golpea a las comunidades afrocolombianas y otros habitantes de la región chocoana. Al mismo tiempo, las encuestas agropecuarias muestran una rápida concentración de las tierras en esta región durante los últimos años.
También la región aledaña al río Meta está en el ojo del huracán, dado que el río está en la mira de un proyecto japonés integrado al IIRSA y que busca llevar la carga de Bogotá hasta el Orinoco y de ahí al Océano Atlántico o al Amazonas. Los planes oficiales se proponen privatizar el río y proyectan el puerto sobre el resguardo indígena A'chagua, uno de los pocos lotes que los grandes propietarios no han dominado aún.
Pero el proyecto más ambicioso del IIRSA está sobre el Putumayo, que es una de las reservas petroleras más grandes del país, y que, además, es la salida noroccidental del eje fluvial Amazonas-Río de la Plata. Precisamente por esta salida se piensa comunicar esta parte del continente con Buenos Aires y Montevideo, utilizando la desembocadura del Amazonas y mediante una autopista sobre la costa Pacífica. No es pues gratuito que en los últimos años se haya agudizado el conflicto por el control territorial de esta región del país, que haya arreciado el paramilitarismo y se haya incrementado allí el desplazamiento forzado.
Antioquia es tal vez el departamento en donde con más saña, intensidad y constancia ha operado el paramilitarismo, produciendo desplazamiento forzado. Y es que Antioquia es también uno de los departamentos con mayor potencialidad para la diversidad de megaproyectos impulsados desde las transnacionales como parte de esa red de infraestructura que servirá a la integración económica propuesta por Estados Unidos. Es por un lado paso estratégico entre Venezuela y Urabá, pero también su zona de Urabá es el punto de conexión entre el Atlántico y el Pacífico, es el punto donde se puede conectar América del Sur con el resto de América, pero también es sobre el Pacífico el punto de proyección con las economías asiáticas. Por eso es tan importante allí la proyección del nuevo canal. Además, también es Antioquia el área de mayor generación de energía eléctrica con los embalses del Oriente Antioqueño que proveen el 30% de la energía eléctrica del país, y tiene las condiciones potenciales de generación eléctrica rápidamente interconectable con América central y Norteamérica gracias al PPP. El proyecto de la construcción de la hidroeléctrica más grande de Suramérica en Pescadero-Ituango ha atraído a los grupos paramilitares que han entrado disputando a la subversión el territorio y provocando desplazamientos masivos muy grandes.
Así, pues, la concentración de la propiedad de la tierra en las manos de 5 mil latifundistas ya no busca la producción, solo está pendiente de las posibilidades de valorización gracias a las grandes inversiones y la dinámica económica que pueda despuntar con los megaproyectos. Los propósitos de la actual concentración de la tierra son especulativos. “Es en estas condiciones que la violencia ha vuelto a resultar rentable como medio de desplazamiento de las comunidades rurales. Ya había ocurrido durante la conquista española, de nuevo en las guerras civiles del siglo XIX y en la Violencia de 1946 a 1958, cuando 2 millones de personas fueron desplazadas y 200 mil asesinadas, mientras se expandían la caña de azúcar y el algodón y subían los precios del café. Pero ahora para los latifundistas no se trata de producción, sino de mera especulación para recoger las migajas de los grandes proyectos transnacionales”.
Las cifras de desplazamiento en Colombia han venido creciendo sin mengua prácticamente desde mediados de los ochenta, cuando se instaló el proyecto paramilitar. Desde entonces hasta hoy se calcula que se ha desplazado forzosamente de sus territorios una cifra incierta que oscila alrededor de tres millones trescientos mil personas, según CODHES, provenientes en su mayoría de estas zonas donde se proyectan o realizan los megaproyectos o de zonas donde el ejército y los paramilitares- operando muchas veces en conjunto- disputan el territorio a la subversión. Lo más preocupante es que ni siquiera la instalación de la mesa de negociaciones con los paramilitares en Ralito ha atenuado la dinámica del desplazamiento. Según los datos del Codhes, en el primer trimestre de este 2005 se han forzado 61.996 desplazamientos- eso de las cifras que se tienen a mano-, es decir, 11 personas fueron desplazadas en cada día, lo que representa un 10% de incremento sobre las cifras de desplazamiento para el primer trimestre del año anterior.
Sin embargo la palabra desplazamiento sigue siendo un eufemismo para encubrir la realidad más atroz que hay detrás del desplazamiento: el destierro y el desarraigo. Sólo en los últimos días y a raíz de los debates públicos frente a las negociaciones del gobierno con los paramilitares ha cobrado evidencia la realidad de la concentración de la tierra no solo a través de los paramilitares sino en beneficio mismo de estos grupos o de sus cabecillas. Al fin de cuentas, la diferencia que puede establecerse entre los terratenientes tradicionales, los narcotraficantes y los paramilitares es muy difusa. El caso es que la realidad que hoy dejan los campos abandonados por los campesinos y sus tierras apropiadas de hecho por los terratenientes de viejo cuño, los narcotraficantes y los paramilitares empieza a ganar eco en los medios de comunicación y a convertirse en agenda obligada de discusión de la clase política, y sobre todo como tema obligado en las mesas de negociaciones con los paramilitares.
En un artículo de junio de 2004, la revista Semana denunciaba que miembros de las autodefensas “se han adueñado a la fuerza o por medio de estrategias solapadas de miles de hectáreas de tierra en todo el país”. Según la revista, las víctimas de esta expropiación “han sido desde antiguos aliados hasta narcotraficantes, pasando por campesinos que fueron beneficiados con tierras de la Reforma Agraria y pequeños y medianos parceleros atrapados en medio del conflicto”.
Puede esperarse que la expropiación a los aliados, a aquellos terratenientes o narcotraficantes que en principio habían pagado a los paras por su protección, sean hoy todavía casos aislados que revelan un poco la confianza en el poder que los paramilitares empiezan a ganarse. Pero la expropiación a campesinos no puede mirarse como casos aislados y provenientes de caprichos esporádicos de los jefes paramilitares. En ello se expresa toda una estrategia política y económica que se vincula con la desarticulación de las organizaciones campesinas y el despeje del territorio para la realización de los megaproyectos, mientras los paramilitares, terratenientes y narcotraficantes se adueñan de la tierra de los campesinos.
Según confirma la revista Semana por testimonio de algunos campesinos del Cesar, la práctica paramilitar consiste en amenazar a los campesinos, darle un periodo de tiempo muy estrecho para desocupar sus predios, de tal forma que el campesino se ve obligado a vender su parcela por lo que el comprador esté dispuesto a pagarle. “Está documentado el caso de 961 familias a las que el Instituto Colombiano de Reforma Agraria (Incora) les asignó fincas de 40 hectáreas en promedio- dice el artículo de Semana-. Todas fueron cedidas o vendidas bajo presión. En la Jagua de Ibirico, al sur del Cesar, varios campesinos fueron amenazados de muerte por miembros del Bloque Central Bolívar. Asustados, no dudaron un segundo en venderle sus tierras a un finquero de la zona, hermano de una funcionaria de la administración local de ese momento, quien ante su drama muy comedidamente las compró.’Nos tocó venderla a precio de huevo por el miedo que teníamos’ dijo a SEMANA uno de los campesinos afectados. Luego se enteraron de que en sus tierras existían yacimientos de carbón. En este departamento más de 38.000 hectáreas de tierra cambiaron de manos en forma dudosa”.
En el Chocó las comunidades negras tienen títulos colectivos, que en teoría son inalienables. Pero solo en teoría. El bloque Élmer Cárdenas de las Autodefensas obligó a las comunidades de Jiguamiandó y Curvaradó a desplazarse de sus propiedades. Algunos pocos miembros pudieron volver después y encontraron en sus tierras asentadas empresas que desarrollaban megaproyectos de cultivo de palma africana. Para quedarse en sus tierras, los antiguos dueños no pudieron más que emplearse como jornaleros. Hoy temen que los cultivadores les reclamen las mejoras que han hecho en las tierras y los obliguen a cederles sus títulos.
Esta práctica es recurrente en algunas zonas del país desde hace algunos años, especialmente en departamentos como Antioquia, Bolívar y en la zona de los Llanos Orientales. Para desalojar a los campesinos se emplean distintas prácticas de terror. Por ejemplo, en Antioquia, algunos propietarios denuncian que los paramilitares llegan en helicóptero con un mensaje perentorio: "Si no venden se mueren".
Y pese a que esta es una práctica reiterada y reconocida ya por las autoridades a revista Semana denuncia que no existe casi información en registros oficiales sobre este tema, dado que la gente, por temor a las represalias de los paramilitares prefieren no demandar los casos ante la justicia. Aunque a nadie le queda dudas hoy de que esto está sucediendo. La misma revista consultó archivos del Incoder (Instituto Colombiano de Desarrollo Rural), donde también se guarda la memoria del antiguo Incora; los de la Red de Solidaridad, los del Instituto Geográfico Agustín Codazzi (IGAC), los de las oficinas de Notariado y Registro, y los de la Fiscalía. La información conjunta que hay en todos estos archivos no permite elaborar un mapa nacional o una estadística general sobre la cantidad de hectáreas de tierra que han sido expropiadas a la fuerza en los últimos años.
Por otra parte, hasta ahora el Estado parece más bien desentenderse del asunto y su reacción para prevenir la práctica de despojo consolidado por los paramilitares es meramente formal. Es cierto que en la normatividad hay algunas leyes que protegen la propiedad de los desplazados por la violencia. Por ejemplo, el artículo 27 de la ley 387 de 1997 fue establecido con este propósito, para congelar las negociaciones de predios en zonas de conflicto y tiene incluso la posibilidad de invalidar los títulos sobre las tierras que hayan sido usurpadas o se hayan adquirido bajo presión. También el decreto 2007 de 2001 busca impedir las compraventas forzadas de fincas a las que son empujados los desplazados. En la práctica estos mecanismos de protección de los títulos no han logrado funcionar, pues su proceso es demasiado engorroso. Antes, el Comité Departamental de Atención a la Población Desplazada debe dictar una 'declaratoria de riesgo' o de 'desplazamiento'. Ésta se presenta ante las oficinas de Notariado y Registro, y con este documento queda prohibido hacer transacciones con las tierras en los municipios que ella determine. Sin embargo, la ausencia de claridad sobre cómo desarrollar estas medidas ha provocado inconvenientes a otros predios que van a ser vendidos sin ningún tipo de coacción de por medio. Entre tanto, la ley 191 de 2002 es un atentado directo contra estos derechos de los desplazados que busca protegerse.
Según Mondragón, “es necesario proteger a los campesinos propietarios, que son el 53% de los desplazados, de la expedición de nuevos títulos a favor de ocupantes de hecho, títulos que servirían para reclamar prescripción rápida sobre bienes raíces y es necesario proteger a pequeños propietarios y poseedores prohibiendo expresamente declarar la prescripción sin antes no haberse probado que no hay propietario o poseedor desplazados forzosamente. Esto significa suponer que existen desplazados por la violencia en el predio y que han sido coaccionados y que debe probarse lo contrario en el proceso para conceder la prescripción. Significa no solamente probar que se ha poseído el predio sin ejercer violencia al poseedor, sino probar que los propietarios originales no han sido desplazados forzosamente por cualquier otro grupo”
Podríamos decir que la nueva ley de extinción de dominio para todos los bienes adquiridos ilegalmente, incluyendo los que los paramilitares les han arrebatado a los campesinos, es al menos una luz de esperanza para que estos bienes retornen a sus propietarios originales. Pero en la práctica la ley no ha sido todavía aplicada a ninguna propiedad usurpada por los grupos armados y no quedan muchas esperanzas de que pueda aplicarse.
Según los periodistas de SEMANA que realizaron el análisis sobre la contrarreforma agraria realizada por el narcotráfico y los paramilitares durante los últimos 20 años, “La última posibilidad para frenar y echar para atrás esta pararreforma agraria es la mesa de diálogo entre estos grupos y el gobierno”. Pero no se muestran demasiado optimistas tampoco con esta posibilidad, aunque el Alto Comisionado para
La conclusión a la que llegaban entonces los periodistas de SEMANA, que además es fácil deducir de todo el escenario pintado hasta aquí, es que “en la práctica es muy factible que la restitución de las tierras no ocurra y que los jefes paramilitares, después de resolver su situación jurídica, registren las escrituras que tenían guardadas debajo del colchón, paguen una multa y de esta forma logren legalizar títulos a su nombre, usurpados a otros por medio de la fuerza de las armas. Esto ya sucedió una vez y la historia ha demostrado que se repite porque no se conoce a fondo. En la época de la Violencia , a mediados del siglo XX, se calcula que cambiaron de dueño más de dos millones de hectáreas en formas no muy claras. Así las cosas, la comisión de la verdad que contempla el proyecto de ley de alternatividad penal debería escuchar a los cientos de víctimas de todo el país y, si algún día se logra hacer un listado de todos los robos, exigir en la mesa de negociación que se devuelvan las tierras robadas a sus legítimos propietarios como un paso obligado para que la sociedad los perdone”.
Ya Andrés Pastrana había propuesto e impulsado en su gobierno una “reforma rural” para sustituir las políticas anteriores de desarrollo agropecuario nacional y de reforma agraria. Dicha reforma rural lo que ha pretendido realmente es adecuar la estructura de propiedad en el campo a una nueva interrelación entre el latifundio especulativo y la inversión transnacional en infraestructura, sobre todo vías de comunicación e industrias agrícolas y forestales. Para ello, lo que se buscaba era reorganizar la actividad productiva en el campo en torno a una actividad principal que integrara a las comunidades con el sector empresarial en lo que Pastrana y hoy Uribe han dado en llamar eufemísticamente Alianzas Estratégicas. Como se ve, ambos gobiernos han buscado ante todo desarrollar y actualizar los planteamientos de Currie y moldear así el futuro del campo y de los campesinos.
Pero no se trata de ninguna manera de un proceso de modernización del campo. La estrategia avanza más bien hacia el establecimiento de enclaves viales o productivos que garanticen la elevación de la renta de la tierra, donde la actividad agropecuaria solo servirá eventualmente para encubrir el proceso especulativo o para acceder a los recursos estatales o de cooperación internacional destinados para fortalecer estos enclaves.
A principios de 2004 el Instituto Geográfico Agustín Codazi y CORPOICA entregaron al entonces ministro de agricultura, Carlos Gustavo Cano, un estudio en el que mostraban que 4.7 millones de hectáreas de las mejores tierras del país están intensamente subutilizadas y otras diez millones de hectáreas de estas buenas tierras están subutilizadas. Al mismo tiempo otras tierras están siendo sobreutilizadas. Esto lo que comprueba es que la gran propiedad tiene las mejores tierras del país pero no las utiliza para la agricultura, mientras que el minifundio, en manos de los campesinos que sí dedican su propiedad a la producción agrícola, están ubicados en las peores tierras, por esto y porque son muy pequeños, tienen los minifundios que ser sobreutilizados.
Por otra parte, este estudio, que además es el más reciente realizado sobre tierras en Colombia, confirma la tendencia de concentración acelerada que viene sufriendo la propiedad de la tierra desde los años 80; como resultado de este proceso de concentración encontramos que hoy el 61.2% de la tierra está en manos de apenas un 0.4% de los propietarios. No es difícil pues advertir, comparando con estadísticas anteriores y deduciendo del proceso social de violencia que ha azotado el campo en las últimas décadas, que los campesinos e incluso pequeños empresarios del campo han venido perdiendo en la violencia y a veces en las quiebras sus tierras, que han venido concentrándose en manos de apenas cinco mil muy grandes propietarios, entre los que se cuenta el Presidente de la República , Álvaro Uribe.
El carácter especulativo de la tierra es contrario al espíritu mismo de la ley 200 de 1936, que se sostuvo en la ley de Reforma Agraria de 1961; según este espíritu la propiedad de la tierra tenía que cumplir una función social, por ello establecía las condiciones de expropiación a las tierras que permanecieran ociosas. Esto implica que para sostener el carácter especulativo de la propiedad hoy es necesario echar atrás este último pilar de la ley 200; y es justo lo que se propuso el gobierno del presidente Uribe con la ley 793 de 2002 que trata de anular la extinción de dominios en predios rurales no explotados, es decir, que no cumplen con su función social. Por algo la expedición de la ley fue precedida por la liquidación del Incora y sus funciones, las que aún no habían sido paralizadas fueron encomendadas a un nuevo organismo, el Incoder.
Además, la ley 793 pretende regular cualquier extinción de dominio, reduciendo todas las causales de extinción a las establecidas en la ley 333 de 1994- sustituida después por la ley 791- como extinción por enriquecimiento ilícito o dedicación de la propiedad a actividades delictivas, desconociendo así el otro tipo de extinción de dominio establecido en la ley 200 de 1936 y en la ley 135 de 1961. De esta manera se quiere dejar sin piso la expropiación por incumplimiento de la función social de los predios. Pero la ley 793 va más allá de la protección a la propiedad especulativa de la tierra, también se propone como una especie de venganza de los latifundistas buscando crear las condiciones para la extinción de dominio sobre los predios de los mismos campesinos. Esta ley incluye como causal de extinción de dominio las actividades “que causen grave deterioro a la moral social” o atenten contra “el orden económico y social”. Así, tranquilamente podría juzgarse que la pequeña propiedad campesina atenta ya de hecho contra el orden económico que han querido establecer- y de alguna manera lo han logrado- los latifundistas y la clase dirigente colombiana. Ya en 1994, en el debate de la ley 160, Juan José Chaux, hoy gobernador del Cauca, proponía la posibilidad de extinguir los resguardos indígenas- que por la misma constitución colombiana son inextinguibles-. La propuesta del doctor Chaux fue rechazada, pero en la ley 160 quedó consignado el decreto 87 que somete a los resguardos al cumplimiento de la función social y ecológica de la propiedad “ de acuerdo con los usos culturas y costumbres de sus integrantes”, que en la práctica se traduce en la posibilidad de extinción de dominio sobre estos predios por dedicación a cultivos ilícitos.
“La ley 793 de 2002- explica Mondragón- no solamente destruye una conquista histórica campesina sino que intenta crear las condiciones para extinguir la propiedad a los campesinos que el latifundio especulativo requiera desplazar, con el argumento de que atenta contra el orden social y económico o la moral social”.
Lo más preocupante, sin embargo, es que en realidad, este programa significa otro retroceso en los pocos avances legales que ha conquistado el campesinado en sus luchas, y a favor de los grandes latifundistas. La misma ley 333 que establecía las condiciones para la extinción de dominio por enriquecimiento ilícito exigía que el destino prioritario de estos predios en tierras agropecuarias fuera la reforma agraria. Sin embargo, la ley 793 del 2002 establece como destino prioritario para estos predios la seguridad.
Por otro lado, según los mismos datos que presenta el Incoder, el gobierno apenas entregó en el 2004 a 368 familias tierras sobre las cuales se realizó la extinción de dominio por enriquecimiento ilícito; otras doscientas familias no se beneficiaron directamente de la entrega sino por la compra de los predios. Entre tanto, según datos del Codhes, 55 mil familias (287.581 personas) eran desplazadas violentamente de sus tierras.
Como un punto complementario a esta reforma agraria de nueva generación, como la ha llamado el gobierno, la ley 812 del Plan de Desarrollo, establece en el numeral 2 del artículo 28 que el Incoder tiene la función de “Recuperar tierras abandonadas de la reforma agraria, para el negocio agropecuario con opción de readjudicación a nuevos productores o desplazados”. Es obvio que gran parte de estas tierras adjudicadas en un principio por la reforma agraria han sido abandonadas por los campesinos por miedo o por amenazas en toda la cadena de violencia desatada contra organizaciones campesinas y en general contra todos los campesinos en la última década por los paramilitares; entonces es obvio también que la última opción de readjudicación de los predios a los desplazados es apenas una forma burda de disimular la verdadera intención de la ley: legalizar el despojo violento de campesinos beneficiarios del antiguo Incora a favor de terratenientes y latifundistas metidos en “el negocio agropecuario”. Todo lo contrario de lo que proponía la ley 160, según la cual los predios abandonados sin que mediara en dicho abandono violencia, debían ser entregados a otro campesino que reuniera las misma condiciones para ser beneficiario de la reforma agraria, un campesino pobre, que bien podía ser un desplazado o no.
Y para más, esta misma ley del Plan Nacional de Desarrollo, toma el subsidio a campesinos para compra de tierra, que la ley 160 establecía en el 70% sobre el precio del predio, y lo convierte en el 100%, pero ya no para los campesinos sino para “el desarrollo de proyectos productivos en sistemas de producción de carácter empresarial”. Los pequeños productores están subordinados a estos proyectos si quieren aspirar a dichos subsidios.
Para desarrollar esta estrategia se han propuesto proyectos de monocultivo, casi siempre de productos no autóctonos, que provocan un grave desequilibrio ecológico en las regiones, pero que además tienen la virtud de atraer recursos de cooperación internacional. Por ejemplo, en enero de 2002 el banco Mundial aprobó un crédito de 32 millones de dólares para apoyar un esquema de “asociaciones productivas” entre las comunidades rurales y el sector privado. El mismo Plan Colombia, el Plan de Desarrollo Alternativo y otros programas del gobierno que cuentan con recursos de cooperación internacional se han desviado hacia el cultivo de palma africana y otras plantaciones consideradas en este programa de monocultivos para las asociaciones productivas entre campesinos y grandes empresarios.
Entre los proyectos desarrollados descolla el de cultivo de palma africana que, como todos los demás de este esquema, es un negocio redondo para el gran empresario. Como primera ventaja no tiene obligaciones laborales con nadie, pues los campesinos más que sus trabajadores son sus socios; es más, si el campesino mismo ha recibido tierras o pone las suyas propias para el proyecto, el empresario se libra por derecho del pago del impuesto predial; y en la medida en que los precios del aceite de palma en el mercado internacional tienden a la baja, el socio campesino corre con buena parte de las pérdidas. Al final, el monocultivo de palma africana deja un suelo empobrecido, inútil ya para la agricultura del campesino, pero apenas dispuesto para los proyectos de inversiones no agrícolas de los socios mayores, los empresarios.
No es, pues, casualidad que de las ocho zonas del país preseleccionadas para los proyectos apoyados por el Banco Mundial, cinco de ellas (Urabá, Córdoba-Sucre, Cesar, Magdalena Medio y el Centro.Norte del Meta, Oriente de Caldas, Norte del Tolima- Noroccidente de Cundinamarca) estén en dominio de grupos paramilitares o empiecen a sentir su extensión. Por eso mismo no resulta casual la práctica de las AUC en algunas zonas como la de Cacarica y Jiguamiandó en donde presionan a los campesinos a aceptar los cultivos de palma, de explotaciones madereras o de coca.
Varias comunidades campesinas, indígenas y afrocolombianas han expresado su resistencia a dicha imposición por los daños irreparables que podría traerles. Por ejemplo, un estudio de la Diócesis de Quibdo y Human Rights Everywhere han mostrado tres dinámicas nefastas que se desprenden de la imposición de este cultivo en el Chocó: sus impactos ambientales y ecológicos negativos, considerando la experiencia del cultivo en Tumaco. En segundo lugar, aun sabiendo que el cultivo extensivo rompe el equilibrio ecológico, se sigue extendiendo bajo el auspicio de los paramilitares. Tercero, la misma presión de los paramilitares para extender el cultivo es un factor que pone en riesgo la integridad territorial, cultural y física de las comunidades indígenas y negras en la región.
Lo peor es que en sí la producción de palma africana no resulta ser un negocio para nadie. Los mismos empresarios han sido concientes de la persistente tendencia a la baja del precio internacional del aceite de palma y el Consejo Territorial de los Palmicultores de san Alberto ha llegado al extremo de realizar un paro masivo de productores para exigir a Indupalma mejores condiciones y mejores precios. Pero la empresa ha venido alegando la mala coyuntura en el mercado. Siendo así no parece muy lógico que el gobierno, los paramilitares y los mismos empresarios se sostengan en dicha propuesta.
Pero el cultivo de palma realmente busca es encubrir el latifundio especulativo, ese que se beneficia ante todo de los precios de la tierra antes que de la producción. Al mismo tiempo, disfruta de los créditos internacionales, los subsidios, la exención de impuestos, pero sobre todo impone el dominio de los latifundistas sobre los campesinos sometiéndolos a alianzas semifeudales y a la opresión política y militar.
De esta manera, el control territorial ganado por los paramilitares en estas regiones les permite ahora proponer a sus alcaldes o gobernadores una nueva repartición de las tierras sujetas de extinción de dominio para legalizar el despojo que han venido construyendo en su guerra. Así, pues, ya se ha lanzado a la palestra pública la propuesta por un exgobernador de Córdoba para que estas tierras sean entregadas a los paramilitares reinsertados; o la propuesta del anterior director de estupefacientes de entregar estas tierras a los soldados campesinos y a los informantes, tal como lo establece la propia ley 793, que subvirtió la disposición de la ley 333 de priorizar la reforma agraria como destino para estas tierras. Todo esto no puede verse sino como una verdadera involución jurídica, económica, política y social del país.
La expedición de la ley 30 de 1988, que cambiaba decididamente el sentido de la reforma agraria hacia una asunto de mera comercialización de predios y hacía prácticamente imposible la expropiación de predios por inadecuada explotación tuvo al menos un punto positivo. En el debate previo que rodeó la expedición de esta ley empezó a consolidarse la unidad de todas las organizaciones campesinas e indígenas para defender un mismo proyecto alternativo. Aquel ambiente de lucha que propició el avance hacia la unidad, aunque apenas logró obtener la aprobación de unos pocos artículos, sirvió de plataforma para exponer al país un programa claro de reforma agraria en dirección al fortalecimiento de las economías campesinas y con una política seria de desarrollo agrario.
En este proceso de Unidad no participó, sin embargo, la ONIC , porque aunque manifestaba su disposición hacia la unidad con el movimiento campesino, temía que una mayor integración con él terminara debilitando la especificidad de las luchas indígenas. Pero en algunas zonas del país como el Viejo Caldas los indígenas llegaron a participar incluso de los organismos regionales del CNC; en otras regiones se vincularon activamente a las movilizaciones promovidas desde el CNC.
El CNC construyó una propuesta integral de reforma agraria adaptada a las nuevas circunstancias económicas y políticas del país. Además su fortalecimiento dentro de las masas campesinas le permitió detener un nuevo proyecto de ley entre 1999 y 2000, con la que el gobierno buscaba afrontar el fracaso del mercado subsidiado de tierras, pero que en realidad obstaculizaba todavía mucho más el acceso de los campesinos pobres a la tierra. El 22 de julio de 1999 fue la gran movilización nacional campesina organizada por el CNC y el Coordinador Nacional Agrario CNA, que se prolongó por cinco días confrontando la propuesta del gobierno y apoyando el proyecto presentado por el CNC; se exigía además la protección de la producción nacional, el apoyo a las economías campesinas y el respeto a la vida y a los derechos humanos. Un año después, el 13 de septiembre de 2000, el mismo CNC con varias organizaciones de la ONIC y la CNA dirigieron otra importante movilización en varios sitios del país. Y fueron estas movilizaciones las que obligaron al gobierno a echar para atrás el proyecto de ley que preparaba, pero no lograron que se aprobara tampoco el proyecto alternativo que presentaban las organizaciones campesinas.
A parte del Consejo Nacional Campesino, El Coordinador Nacional Agrario, la ONIC , organizaciones que agrupan buena parte de las más representativas organizaciones campesinas, otras organizaciones nacionales y locales se han formado en los últimos años con dinámicas un poco independientes de estos centros de Unidad Campesina. Una de estas organizaciones es la Asociación de Campesinos del Valle del Cimitarra ACVC que desde 1998 hasta hoy ha desarrollado una lucha decidida en defensa de las reservas campesinas y ha organizado importantes marchas contra la violencia que se cierne sobre esa región. Precisamente, ante este escenario sostenido de violencia y terror instaurado en muchas regiones colombianas, han surgido también movimientos como las “Comunidades de Resistencia” del Sur de Bolívar y las “Comunidades de Paz” en Urabá y el Magdalena Medio.
En otra dinámica que concierne a la lucha de los pequeños caficultores, especialmente por la condonación de las deudas que estaban asfixiando a los campesinos, se logró, más allá de la condonación efectiva de la deuda, la Organización de la Unidad Cafetera , que integró además otros gremios minifundistas como los paneleros, cerealeros y paperos, cuestionando ante todo la libre importación de productos agropecuarios que exige el modelo neoliberal. Proyectada desde esta Unidad se conformó la Asociación Nacional para la Salvación Agropecuaria de Colombia, que esgrime como bandera de lucha sobre todo la defensa de la producción nacional y con esta bandera encabezó el paro nacional agropecuario del 31 de julio al 4 de agosto de 2000, en el que movilizó por lo menos 100 mil personas bloqueando carreteras y realizando manifestaciones en distintos lugares del país. Uno de los aspectos a destacar de estas jornadas es que lograron vincular un grupo importante de empresarios afiliados a la SAC , pero golpeados por la política neoliberal de apertura de mercado a los productos agrícolas.
Finalmente, varias de estas organizaciones campesinas que habían iniciado este proceso de integración y unidad, junto con organizaciones de las comunidades negras e indígenas convergieron en el Congreso Nacional Agrario realizado en Bogotá en los días 7 y 8 de Abril del 2003; allí se asumió como programa conjunto el Mandato Agrario, en el que se recogen las principales aspiraciones del movimiento campesino para el sector rural del país. Es una plataforma política bastante amplia que retoma aspectos económicos, políticos, sociales y culturales.
El documento del Mandato Agrario fue presentado al gobierno nacional con el fin de que dicha plataforma fuera adoptada como política publica agraria para Colombia, y fue acompañado por la manifestación de más de 5.000 campesinos en Bogotá que con esta actividad mostraban el respaldo de las diversas organizaciones a esta política agraria.
Entre las principales exigencias y propuestas del Mandato Agrario cabe destacar:
Ø La soberanía y seguridad alimentaria.
Ø El derecho a la tierra.
Ø Reconstrucción de la economía agropecuaria y agroalimentaria.
Ø La reconstrucción política del campesinado.
Ø Fin del desplazamiento forzado.
Ø Solución política del conflicto social y armado.
Ø Alternativas al ALCA y a los acuerdos de libre comercio.
Ø Política concertada con los cultivadores de la coca, amapola y marihuana.
Ø La protección del medio ambiente.
Ø Los derechos económicos, sociales y culturales del campesinado, y las comunidades indígenas y afrodescendientes.
Ø El reconocimiento de las mujeres campesinas, indígenas, afrodescendientes y sus derechos.
Ø El derecho a la vida, plenas libertades democráticas y el respeto a los derechos humanos
Como se puede ver, la plataforma del Mandato Agrario recoge los aspectos más relevantes de una verdadera e integral reforma agraria, teniendo en cuenta los nuevos cambios que atraviesa el sector agrario en las recientes dinámicas mundiales y viejas relaciones de poder que impone el actual modelo de acumulación capitalista.
Cada uno de estos elementos está cargado de suficientes argumentos que develan la verdadera magnitud de la problemática agraria en Colombia. El hambre, el destierro, la concentración de tierras en manos de un puñado de terratenientes, las masacres de miles de campesinos, el voraz apetito de las empresas transnacionales, el reordenamiento demográfico del campo y otros cuantos factores hacen parte de lo que denominamos problemática agraria, de ese fenómeno que, aunque complejo, es susceptible de comprender si lo analizamos desde una perspectiva histórica donde se han conjugado y opuesto los intereses de poderosos a los de los oprimidos desatando contra estos últimos repetidas guerras y conflictos que se sostienen hasta hoy.
Sin embargo, y a pesar de ser una construcción colectiva que aglutinó diversas organizaciones sociales y campesinas, el Mandato Agrario no ha logrado el propósito de aglutinar el movimiento campesino en torno a una plataforma política de carácter nacional como la que plantea el mandato. Esto se debe, entre muchos otros factores, a la persecución política de las organizaciones campesinas, el asesinato de cientos de sus líderes y al destierro de miles de campesinos. De tal modo que se hace necesario el fortalecimiento de la organización rural, la unidad del campesinado y la movilización permanente en pro de lograr el reconocimiento de las reivindicaciones consagradas en el Mandato Agrario.
El mandato agrario ha sido socializado y acogido por organizaciones campesinas del departamento de Arauca, del sur de Bolívar, del catatumbo, del nordeste y Oriente Antioqueño, del Cauca, de Nariño y de otras regiones del país donde el coordinador nacional agrario tiene presencia. Pero además, el mandato agrario viene siendo impulsado por organizaciones indígenas y afrodescendientes que ven en el mandato agrario una plataforma política incluyente donde se busca la unidad de todo el sector agrario para hacerle frente a las políticas que se vienen impulsando e le marco de la globalización que tienen como fin último la expulsión del campesinado, la dependencia alimentaria, el desarraigo y todo el conjunto de crímenes de lesa humanidad que se conjugan en esta problemática.
En el plano internacional, se viene realizando acercamientos con otras organizaciones campesinas como: Vía campesina, el movimiento sin tierras del Brasil, la coordinadora agraria nacional Ezequiel Zamora, de Venezuela; y otras tantas organizaciones de la región con las que se tiene bastante afinidad política. Con estas organizaciones se viene realizando intercambio de experiencias y propuestas en aras de ir configurando un movimiento agrario en toda la región
Aparte de estos esfuerzos por convocar a las organizaciones campesinas en torno a la unidad de proyecto y de lucha, cabe destacar la tendencia de unidad también entre las organizaciones campesinas y el movimiento sindical. Desde finales de los noventa son varias las movilizaciones que han sumado las organizaciones del CNA, EL CNC y Salvación Agropecuaria en apoyo a las demandas de las centrales obreras, y a la vez los pliegos de estas centrales han recogido en buena medida las demandas políticas y económicas de los campesinos.
Es esta Unidad de las organizaciones campesinas en torno a un proyecto común de reforma agraria, por un lado, y la integración con las luchas obreras, por el otro, la que finalmente puede conducir a revertir las condiciones de contrarreforma que en la práctica viene haciendo no solo el gobierno con sus leyes sino también con las armas los terratenientes, los paramilitares y los narcotraficantes- que a la postre se confunden-. “Actualmente el reto del movimiento campesino es avanzar hacia formas de unidad y organización que logren integrar los diferentes aspectos, objetivos y realidades de la lucha campesina en todo el país- así lo observa Héctor Mondragón, uno de los más destacados y comprometidos analistas de la problemática agraria en Colombia-. Es decir que logre conjugar los objetivos de lucha por la defensa de la producción nacional y la reconstrucción y el fomento de la agricultura colombiana con la lucha por la reforma agraria y la defensa de la economía campesina: combinar la lucha reivindicativa con la gestión de proyectos productivos y organizativos; combinar la organización sindical, comunal, de usuarios, cooperativa, femenina, juvenil; articular la lucha campesina con la de los pueblos indígenas, afrocolombianos y raizales y estrechar los lazos con el movimiento sindical y los sectores populares”.
Finalmente hay que advertir que la lucha campesina hoy es una lucha global que compromete sobre todo al campesinado de varios países de América Latina. Es importante entonces aprender de las experiencias del movimiento campesino en Colombia, que a pesar de la represión constante ha sido bastante rico, pero también de las experiencias de los Sin Tierra en Brasil, de las movilizaciones indígenas y campesinas en Ecuador y Bolivia y de la Reforma Agraria que empiezan a desarrollar los campesinos en Venezuela con el gobierno de Chávez. Ante todo es necesario comprender que el escenario de lucha hoy es global y que también las organizaciones campesinas, negras e indígenas están rompiendo las fronteras para integrarse en la lucha con movimientos y organizaciones campesinas de los países vecinos con problemáticas comunes.
OLGA LUCIA ZAPATA
OLGA LUCIA ZAPATA